7. CONOCIEDO A JESÚS. En las bodas de Caná
CONOCIENDO A JESÚS
En las bodas de Caná
Al tercer día se hicieron unas bodas en Caná de Galilea; y estaba allí la madre de Jesús; fueron también invitados a las bodas Jesús y sus discípulos.
Juan 2.1-2
Desde el Jordán, Jesús había regresado a Galilea. Debía celebrarse un casamiento en Caná, pequeño pueblo no lejano de Nazaret; las partes contrayentes eran parientes de José y María, y Jesús, teniendo conocimiento de esa reunión familiar, fué a Caná, y con sus discípulos fué invitado a la fiesta.
En aquellos tiempos, era costumbre que las festividades matrimoniales durasen varios días. En esta ocasión, antes que terminara la fiesta, se descubrió que se había agotado la provisión de vino. Este descubrimiento ocasionó mucha perplejidad y pesar. Era algo inusitado que faltase el vino en las fiestas, pues esta carencia se habría interpretado como falta de hospitalidad. Como pariente de las partes interesadas, María había ayudado en los arreglos hechos para la fiesta, y ahora se dirigió a Jesús diciendo: “Vino no tienen.” Estas palabras eran una sugestión de que él podría suplir la necesidad. Pero Jesús contestó: “¿Qué tengo yo contigo, mujer? aun no ha venido mi hora.”
Esta respuesta, por brusca que nos parezca, no expresaba frialdad ni falta de cortesía. La forma en que se dirigió el Salvador a su madre estaba de acuerdo con la costumbre oriental. Se empleaba con las personas a quienes se deseaba demostrar respeto. Todo acto de la vida terrenal de Cristo estuvo en armonía con el precepto que él mismo había dado: “Honra a tu padre y a tu madre.” En la cruz, en su último acto de ternura hacia su madre, Jesús volvió a dirigirse a ella de la misma manera al confiarla al cuidado de su discípulo más amado. Tanto en la fiesta de bodas como sobre la cruz, el amor expresado en su tono, mirada y modales, interpretó sus palabras.
Las palabras: “Aun no ha venido mi hora,” indican que todo acto de la vida terrenal de Cristo se realizaba en cumplimiento del plan trazado desde la eternidad. Antes de venir a la tierra, el plan estuvo delante de él, perfecto en todos sus detalles. Pero mientras andaba entre los hombres, era guiado, paso a paso, por la voluntad del Padre. En el momento señalado, no vacilaba en obrar. Con la misma sumisión, esperaba hasta que llegase la ocasión.
Al decir a María que su hora no había llegado todavía, Jesús contestaba al pensamiento que ella no había expresado, la expectativa que acariciaba en común con su pueblo. Esperaba que se revelase como Mesías, y asumiese el trono de Israel. Pero el tiempo no había llegado. Jesús había aceptado la suerte de la humanidad, no como Rey, sino como Varón de dolores, familiarizado con el pesar.
En ninguna manera desconcertada por las palabras de Jesús, María dijo a los que servían a la mesa: “Haced todo lo que os dijere.” Así hizo lo que pudo para preparar el terreno para la obra de Cristo.
Al lado de la puerta, había seis grandes tinajas de piedra, y Jesús ordenó a los siervos que las llenasen de agua. Así lo hicieron. Entonces, como se necesitaba vino para el consumo inmediato, dijo: “Sacad ahora, y presentad al maestresala.” En vez del agua con que habían llenado las tinajas, fluía vino. Ni el maestresala ni los convidados en general, se habían dado cuenta de que se había agotado la provisión de vino. Al probar el vino que le llevaban los criados, el maestresala lo encontró mejor que cualquier vino que hubiese bebido antes y muy diferente de lo que se sirviera al principio de la fiesta. Volviéndose al esposo, le dijo: “Todo hombre pone primero el buen vino, y cuando están satisfechos, entonces lo que es peor; mas tú has guardado el buen vino hasta ahora.”
El don de Cristo en el festín de bodas fué un símbolo. El agua representaba el bautismo en su muerte; el vino, el derramamiento de su sangre por los pecados del mundo. El agua con que llenaron las tinajas fué traída por manos humanas, pero sólo la palabra de Cristo podía impartirle la virtud de dar vida. Así sucedería con los ritos que iban a señalar la muerte del Salvador. Únicamente por el poder de Cristo, obrando por la fe, es como tienen eficacia para alimentar
el alma.
el alma.
La palabra de Cristo proporcionó una amplia provisión para la fiesta. Así de abundante es la provisión de su gracia para borrar las niquidades de los hombres, y para renovar y sostener el alma. El vino que Jesús proveyó para la fiesta, y que dió a los discípulos como símbolo de su propia sangre, fué el jugo puro de uva. A esto se refiere el profeta Isaías cuando habla del “mosto en un racimo,” y dice: “No lo desperdicies, que bendición hay en él.” (Isaías 65.8)
Fue Cristo quien dió en el Antiguo Testamento la advertencia a Israel: “El vino es escarnecedor, la cerveza alborotadora; y cualquiera que por ello errare, no será sabio.” Y él mismo no proveyó bebida tal. Satanás tienta a los hombres a ser intemperantes para que se enturbie su razón y se emboten sus percepciones espirituales, pero Cristo nos enseña a mantener sujeta la naturaleza inferior. Toda su vida fué un ejemplo de renunciamiento propio. A fin de dominar el poder del apetito, sufrió en nuestro favor la prueba más severa que la humanidad pudiese soportar. Cristo fué quien indicó que Juan el Bautista no debía beber ni vino ni bebida alcohólica. El fué quien ordenó abstinencia similar a la esposa de Manoa. Y él pronunció una maldición sobre el hombre que ofreciese la copa a los labios de su prójimo. Cristo no contradice su propia enseñanza. El vino sin fermentar que él proveyó a los huéspedes de la boda era una bebida sana y refrigerante. Su efecto consistía en poner al gusto en armonía con el apetito sano.
Jesús condenaba la complacencia propia en todas sus formas; sin embargo, era de naturaleza sociable. Aceptaba la hospitalidad de todas las clases, visitaba los hogares de los ricos y de los pobres, de los sabios y de los ignorantes, y trataba de elevar sus pensamientos de los asuntos comunes de la vida, a cosas espirituales y eternas. No autorizaba la disipación, y ni una sombra de liviandad mundanal manchó su conducta; sin embargo, hallaba placer en las escenas de felicidad inocente, y con su presencia sancionaba las reuniones sociales. Una boda entre los judíos era una ocasión impresionante, y el gozo que se manifestaba en ella no desagradaba al Hijo del hombre. Al asistir a esta fiesta, Jesús honró el casamiento como institución divina.
Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la relación matrimonial se emplea para representar la unión tierna y sagrada que existe entre Cristo y su pueblo. En el pensar de Cristo, la alegría delas festividades de bodas simbolizaba el regocijo de aquel día en que él llevará la Esposa a la casa del Padre, y los redimidos juntamente con el Redentor se sentarán a la cena de las bodas del Cordero. El dice: “De la manera que el novio se regocija sobre la novia, así tu Dios se regocijará sobre ti.” “Ya no serás llamada Dejada, ... sino que serás llamada mi Deleite, ... porque Jehová se deleita en ti.” “Jehová ... gozaráse sobre ti con alegría, callará de amor, se regocijará sobre ti con cantar.” Cuando la visión de las cosas celestiales fué concedida a Juan el apóstol, escribió: “Y oí como la voz de una grande compañía, y como el ruido de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos, que decía: Aleluya: porque reinó el Señor nuestro Dios Todopoderoso. Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque son venidas las bodas del Cordero, y su esposa se ha aparejado.” “Bienaventurados los que son llamados a la cena del Cordero.” (Isaías 62. 5-4, Sofonías 3.7, Apocalipsis 19. 6,7,9)
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