3. EL LLAMADO DEL TESTIGO FIEL. La iglesia como cuerpo de Cristo (2) La noción bíblica de Adán
EL LLAMADO DEL TESTIGO FIEL
La iglesia como cuerpo de Cristo (2)
La noción bíblica de Adán
Los escritores bíblicos percibieron la humanidad como un todo, como un hombre corporativo –el "Adán" caído. "En Adán todos mueren" (1 Cor. 15:22). En Hebreos encontramos un ejemplo llamativo. Pablo dice que "el mismo Leví, que recibe los diezmos, pagó el diezmo por medio de Abraham. Porque Leví aún estaba en los lomos de su padre cuando Melchisedec le salió al encuentro" (Heb. 7:9,10). Daniel pidió perdón por los pecados de "nuestros padres", diciendo, "no obedecimos a la voz de Jehová nuestro Dios" (Dan. 9:8-11), y eso a pesar de que él, personalmente, había sido obediente.
El pecado del hombre es personal, pero es también corporativo "por cuanto todos pecaron", y "para que toda boca se cierre, y todo el mundo sienta su culpa ante Dios" (Rom. 3:23; 3:19). La culpa real de Adán fue la de crucificar a Cristo, por más que su pecado tuviera lugar 4.000 años antes; "en Adán", ninguno de nosotros queda excusado, incluso hoy. ¿Cuál es nuestra naturaleza humana en su esencia? La respuesta no es grata: estamos, por naturaleza, en enemistad con Dios, y en espera solamente de las circunstancias apropiadas para demostrarlo. Unas pocas personas lo hicieron en nuestro lugar, crucificando al Hijo de Dios. Allí nos vemos a nosotros mismos.
El pecado original de la primera pareja fue como la bellota que acabó convirtiéndose en el roble del Calvario. Todo pecado que cometemos hoy nosotros, es otra bellota que requiere únicamente tiempo y circunstancias apropiadas para convertirse en el mismo roble, debido a que "la intención de la carne es enemistad contra Dios", y el asesinato va siempre implícito en la enemistad, ya que "cualquiera que aborrece a su hermano, es homicida" (Rom. 8:7; 1 Juan 3:15).
El pecado que otro ser humano cometió, lo habría podido cometer yo, si Cristo no me hubiera salvado de él. La justicia de Cristo no puede ser una mera adición a mis propias buenas obras, un pequeño empujón para alzarme hasta arriba. O bien toda mi justicia es de Él, o bien no lo es en absoluto. "Sé que en mí (es a saber, en mi carne), no mora el bien" (Rom. 7:18). Si en mí no mora el bien –como miembro del todo corporativo, en Adán–, está claro que en mí puede morar todo el mal. Nadie es intrínsecamente peor que yo, de no ser por mi Salvador. ¡Oh, cuán molesto nos resulta empezar a comprender y aceptar eso!
No es hasta que aprendamos a ver el pecado de los demás como nuestro propio pecado, que podremos aprender a amar a los demás como Cristo nos amó a nosotros. La razón es que al amarnos de ese modo, tomó nuestro pecado sobre sí mismo. Cuando Cristo murió en la cruz, nosotros morimos con Él, en principio (ver Rom. 6). El amor significa también para nosotros comprender la identidad corporativa. "Sed los unos con los otros benignos, misericordiosos, perdonándoos los unos a los otros, como también Dios os perdonó en Cristo" (Efe. 4:32). Pablo ora por nosotros, no para que podamos "hacer" más obras, sino para que podamos ver o "comprender" con todos los santos, cuáles sean las dimensiones de ese amor (Efe. 3:14-21).
La realidad que la Escritura quisiera llevar a nuestra conciencia es que estamos en necesidad de ser vestidos al 100% con la justicia imputada de Cristo. Los que crucificaron a Cristo hace 2.000 años, actuaron como nuestros subrogados. Lutero dijo muy sabiamente que todos estamos hechos de la misma "materia".
Robert J. Wieland, Sé pues celoso y arrepiéntete, pueblo mío.
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