ALIENTOS DEL ESPÍRITU DE PROFECÍA
POR AMOR A TI:
CONSUMADO ES. PADRE EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU
Al llegar al lugar de la ejecución, los presos fueron atados a los instrumentos de tortura. Los dos ladrones se debatieron en las manos de aquellos que los ponían sobre la cruz; pero Jesús no ofreció resistencia. La madre de Jesús, sostenida por el amado discípulo Juan, había seguido las pisadasn de su Hijo hasta el Calvario. Le había visto desmayar bajo la carga de la cruz, y había anhelado sostener con su mano la cabeza herida y bañar la frente que una vez se reclinara en su seno. Pero se le había negado este triste privilegio.
Juntamente con sus discípulos, acariciaba todavía la esperanza de que Jesús manifestara su poder y se librara de sus enemigos. pero su corazón volvió a desfallecer al recordar las palabras con que Jesús había predicho las mismas escenas que estaban ocurriendo. Mientras ataban a los ladrones a la cruz, miró suspensa en agonía. ¿Dejaríaq ue se le crucificase Aquel que había dado vida a los muertos? ¿Se sometería el Hijo de Dios a esta muerte cruel? ¿Debería ella renunciar a su fe de que Jesús era el Mesías? ¿Tendría ella que presenciar su oprobio y pesar sin tener siquiera el privilegio de servirle en su angustia? Vió sus manos extendidas sobre la crus; se trajeron el martillo y los clavos. y mientras éstos se hundián a través de la tierna carne, los afligidos discípulos apartaron de la cruel escena el cuerpo desgallecente de la madre de Jesús.
El Salvador no dejó oír un murmullo de queja. Su rostro permaneció sereno. Pero había grandes gotas de sudor sobre su frente. No hubo mano compasiva que enjugase el rocío de muerte de su rostro, ni se oyeron palabras de simpatía y fidelidad inquebrantable que sostuviesen su corazón humano. Mientras los soldados estaban realizando su terrible obra, Jesús oraba por sus enemigos: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen." Su espíritu se apartó de sus propios sufrimientos apra pensar en el pecado de sus perseguidores, y en la terrible retribución que les tocaría. No invocó maldición alguna sobre los soldados que le maltrataban tan rudamente. No invocó venganza alguna sobre los sacerdotes y príncipes que se regocijaban por haber logrado su propósito. Cristo se compadeció de ellos en su ignorancia y culpa. Sólo exhaló una súplica para que fuesen perdonados, "porque no saben lo que hacen."
Si hubiesen sabido que estaban torturando a Aquel que había venido para salvar a la raza pecaminosa de la ruina eterna, el remordimiento y el horror se habrían apoderado de ellos.
Esa oración de Cristo por sus enemigos abarcaba al mundo. Abarcaba a todo pecador que hubiera vivido desde el principio del mundo o fuese a vivir hasta el fin del tiempo. Sobre todos recae la culpabilidad de la crucifixión del Hijo de Dios. A todos se ofrece libremente el perdón. "El que quiere" puede tener paz con Dios y heredar la vida eterna.
Tan pronto como Jesús estuvo clavado en la crus, ésta fué levantada por hombres fuertes y plantada con gran violencia en el hoyo preparado para ella. Esto causó los más atroces dolores al Hijo de Dios. Pilato escribió entonces una inscripción en hebreo, griego y latín y la colocó sobre la crus, más arriba que la cabeza de Jesús. Decía: "Jesús Nazareno, Rey de los Judíos." No se menciona delito alguno, excepto que Jesús era Rey de los judíos. Un poder superior a Pilato y a los judíos había dirigido la colocación de esa inscripción sobre la cabeza de Jesús. En la providencia de Dios, tenía que incitar a reflexionar e investigar las Escrituras. El lugar donde Cristo fue crucificado se hallaba cerca de la ciudad. Miles de personas de todos los países estaban entonces en Jerusalén, y la inscripción que declaraba Mesías a Jesús de Nazaret iba a llegar a su conocimienta. Era una verdad viva transcrita por una mano que Dios había guiado.
Los enemigos de Jesús desahogaron su ira sobre él mientras pendía de la cruz. Sacerdotes, príncipes y escribas se unieron a la muchedumbre para burlase del Salvador moribundo. En ocasión del bautismo y de la transfiguración, se había oído la voz de Dios proclamar a Cristo como su Hijo. Nuevamente, precisamente antes de la entrega de Cristo, el Padre había hablado y atestiguado su divinidad. Pero ahora la voz del cielo callaba. Ningún testimonio se oía en favor de Cristo. Solo, sufría los ultrajes y las burlas de los hombres perversos. Y Satanás, con ángeles suyos en forma humana, estaba presente al lado de la cruz. El gran enemigo y sus huestes cooperaban con los sacerdotes y príncipes.
Cristo podría haber descendido de la cruz. Pero por el hecho de que no quiso salvarse a sí mismo tiene el pecador esperanza de perdón y favor con Dios. Nunca antes hubo un conocimiento tan general de Jesús como una vez que fué colgado de la cruz. En el corazón de muchos de aquellos que presenciaron la crucifixión y oyeron las palabras de Cristo resplandeció la luz de la verdad.
Durante largas horas de agonía, el vilipendio y el escarnio habían herido los oídos de Jesús. Mientras pendía de la cruz, subía hacia él el ruido de las burlas y maldiciones. Con corazón anhelante, había escuchado para oír alguna expresión de fe de parte de sus discípulos. Había oído solamente las tristes palabras: "Esperábamos que él era el que había de redimir a Israel." ¡Cuánto agradecimiento sintió entonces el Salvador por la expresión de fe y amor que oyó del ladrón moribundo! Mientras los dirigentes judíos le negaban y hasta sus discípulos dudaban de su divinidad, el pobre ladrón, en el umbral de la eternidad, llamó a Jesús, Señor. Muchos estaban dispuestos a llamarle Señor cuando realizaba milagros y después que hubo resucitado de la tumba; pero mientras pendía moribundo de la cruz, nadie le reconoció sino el ladrón arrepentido que se salvó a la undécima hora. Mientras pronunciaba las palabras de promesa, la obscura nube que aprecía rodear la cruz fué atravesada por una luz viva y brillante. El ladrón arrepentido sintió la perfecta paz de la aceptación por Dios. En su humillación, Cristo fue glorificado. El que ante otros ojos parecía vencido, era el Vencedor. Fué reconocido como Expiador del pecado. Los hombres pueden ejercer poder sobre su cuerpo humano. Pueden herir sus santas sienes con la corona de espinas. Pueden despojarle en el reparto. Pero no pueden quitarle su poder de perdonar pecados. Al morir, da testimonio de su propia divinidad, para la gloria del Padre. Su oído no se ha agravado al punto de no poder oír ni se ha acortado su brazo para no poder salvar. Es su derecho real salvar hasta lo sumo a todos los que por él se allegan a Dios. "De cierto te digo hoy: estarás conmigo en el paraíso." Cristo no prometió que el ladrón estaría en el paraíso ese día. El mismo no fué ese día al paraíso. Durmió en la tumbra, y en la mañana de la resurección dijo: "Aun no he subido a mi Padre". Pero en el día de la crucifixión, el día de la derrota y tinieblas aparentes, formuló la promesa. "Hoy;" mientras moría en la cruz como malhechor, Cristo aseguró al pobre pecador: "Estarás conmigo en el paraíso.
Los ladrones crucificados con Jesús estaban "uno a cada lado y Jesús en medio."Así se había dispuesto por indicación de los sacerdotes y príncipes. La posición de Cristo entre los ladrones debía indicar que era el mayor criminal de los tres. Así se cumplía el pasaje: "Fué contado con los perversos." Pero los sacerdotes no podían ver el pleno significado de su acto. Como Jesús crucificado con los ladrones fué puesto "en medio", así su cruz fue puesta en medio de un mundo que yacía en el pecado. Y las palabras de perdón dirigidas al ladrón arrepentido encendieron una luz que brillará hasta los más remotos confines de la tierra.
Con asombro, los ángeles contemplaron el amor infinito de Jesús, quien, sufriendo la más intensa agonía mental y corporal, pensó solamente en los demás y animó al alma penitente a creer.
Mientras la mirada de Jesús recorría la multitud que le rodeaba, una figura llamó sua tención. Al pie de la cruz estaba su madre, sostenida por el discípulo Juan. Ella no podía permanecer lejos de su Hijo; y Juan, sabiendo que el fin se acercaba, la había traído de nuevo al lado de lacrus. En el momento de morir, Cristo recordó a su madre. Mirando su rostro pesaroso y luego a Juan, le dijo: "Mujer, he ahí tu hijo", y luego a Juan: "He ahí tu madre". Juan comprendió las palabras de Cristo y aceptó el cometido. Llevó a María a su casa, y desde esa hora la cuidó tiernamente. ¡Oh Salvador compasivo y amante! ¡En medio de todo su dolor físico y su angustia mental, tuvo un cuidado reflexivo para su madre" Así le proveyó lo que más necesitaba: la tierna simpatía de quien la maba porque ella amaba a Jesús. Y al recibirla como un sagrado cometido, Juan recibía una gran bendición. Le recordaba constantemente a su amado Maestro.
El perfecto ejemplo de amor filial de Cristo resplande con brillo siempre vivo a través de la neblina de los siglos. Durante casi treinta años Jesús había ayudado con su trabajo diario a llevar las cargas del hogar. Y ahora, aun en su última ahonía, se acordó de proveer para su madre viuda y afligida. El mismo espíritu se verá en todo discípulo de nuestro Señor. Los que siguen a Cristo sentirán que es parte de su religión respetar a sus apdres y cuidar de ellos. Los padres y las madres nunca dejarán de recibir cuidado reflexivo y tierna simpatía de parte del corazón donde se alberga el amor de Cristo.
No era el dolor ni la ignominia de la cruz lo que le causaba agonía inefable. Cristo era el príncipe de los dolientes. Pero su sufrimiento provenía del sentimiento de la malignidad del pecado, del conocimiento de que por la familiaridad del mal, el hombre se había vuelto ciego a su enormidad. Cristo vió cuán terrible es el dominio del pecado sobre el corazón humano, y cuán pocos estarían dispuestos a desligarse de su poder. Sabía que sin la ayuda de Dios la humanidad tendría que perecer, y vió a las multitudes perecer teniendo a su alcance ayuda abundante.
Sobre Cristo como substituto y garante nuestro fue puesta la iniquidad de todos nosotros. La culpabilidad de cada descendiente de Adán abrumó su corazón. La ira de Dios contra el pecado, la terrible manifestación de su desagrado por causa de la iniquidad, llenó de consternación el alma de su Hijo. Toda su vida, Cristo había estado proclamando las buenas nuevas de la misericordia y el amor perdonador del Padre. Su tema era la salvación aun del principal de los pecadores. Pero en estos momentos, sientiendo el terrible peso de la culpabilidad que lelva, no puede ver el rostro reconciliador del Padre. Al sentir el Salvador que de él se retraía el semblante divino en esta hora de suprema angustia, atravesó su corazón un pesar que nunca podría comprender plenamente el hombre. Tan grande fue esa agonía que apenas le debajaba sentir el dolor físico. Con fieras tentaciones Satanás torturaba el corazón de Jesús. La esperanza no le presentaba su salida del sepulcro como vencedor ni le hablaba de la aceptación de su sacrificio por el Padre. Temía que el pecado fuese tan ofensivo para Dios que su separación resultase eterna. Sintió la angustia que el pecador sentirá cuando la misericordía no interceda más por la raza culpable. El sentido del epcado, aque atraía la ira del Padre sobre él como substituo del hombre, fue lo que hizo tan amarga la copa que bebía el Hijo de Dios y qubró su corazón.
Con asombro, los ángeles presenciaron la desesperada agonía del Salvador. Las huestes del cielo velaron sus rostros para no ver ese terrible espectáculo. La naturaleza inanimada expresó simpatía por su Autor insultado y moribundo. El sol se negó a mirar la terrible escena. Sus rayos brillantes iluminaban la tierra a mediodía, cuando de repende parecieron borrarse. "Fueron hechas tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena". Estas tinieblas, que eran tan profundas como la medianoche sin luna ni estrellas, no se debía a ningún ecplipse ni a otra causa natural. Era un testimonio milagroso dado por Dios para confirmar la fe de las generaciones ulteriores.
En esa densa obscuridad, se ocultaba la presencia de Dios. El hace de las tinieblas su pabellón y oculta su gloria de los ojos humanos. Dios y sus santos ángeles estaban al lado de la crus. El padre estaba con su Hijo. Sin embargo, su presencia no se reveló. Si su glora hubiese fulgurado de la nube, habría quedado destruido todo espectador humano.
Con esa densa obscuridad, Dios veló la última agonía humana de su Hijo. A la hora novena, las tinieblas se elevaron de la gente, pero siguieron rodeando al Salvador. Era un símbolo de la agonía y horror que pesaban sobre su corazón. Los airados rayos parecían lanzados contra él mientras pendía de la cruz. Entonces "exclamó Jesús a gran vos, diciendo: Eloi, Eloi, ¿lama sabachthani?" "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?"
El inmaculado Hijo de Dios pendía de la cruz: su carne estaba lacerada por los azotes; aquellas manos que tantas veces se habían extendido para bendecir, estaban clavadas en el madero; aquellos pies tan incansables en los misterios de amor estaban también clavados a la cruz; esa cabeza real estaba herida por la corona de espinas; aquellos labios temblorosos formulaban clamores de dolor. Y todo lo que sufrió: las gotas de sangre que cayeron de su cabeza, sus manos y sus pies, la agonía que torturó su cuerpo y la inefable angustia que llenó su alma al ocultarse el rostro de su Padre, habla a cada hijo de la humanida y declara: POR TI CONSIENTE EL HIJO DE DIOS EN LLEVAR ESTA CARGA DE CULPABILIDAD; POR TI SAQUEA EL DOMINIO DE LA MUERTE Y ABRE LAS PUERTAS DEL PARAÍSO. EL QUE CALMÓ AIRADAS ONDAS Y ANDUVO SOBRE LA CRESTA ESPUMOSA DE LAS OLAS, EL QUE HIZO TEMBLAR A LOS DEMONIOS Y HUIR A LA ENFERMEDAD, EL QUE ABRIÓ LOS OJOS DE LOS CIEGOS Y DEVOLVIÓ LA VIDA A LOS MUERTOS, SE OFRECE COMO SACRIFICIO EN LA CRUZ, Y ESTO POR AMOR A TI. EL, EL EXPIADOR DEL PECADO, SOPORTA LA IRA DE LA JUSTICIA DIVINA Y POR CAUSA TUYA SE HIZO PECADO.
En silencio, los espectadores miraron el fin de la terrible escena. El sol resplandecía; pero la cruz estaba rodeada de tinieblas. El sol de justicia, la luz del mundo, retiraba sus rayos de Jerusalén, la que una vez fuera la ciudad favorecida.
De repente, la lobreguez se apartó de la cruz, y en tonos claros, como de trompeta, que parecían repercutir por toda la creación: Jesús exclamó: CONSUMADO ES. PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU.
Una luz circuyó la cruz y el rostro del Salvador brilló con una gloria como la del sol. Inclinó entonces la cabeza sobre el pecho y murió.
E.G.White, El Deseado de Todas las Gentes
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