CONOCIENDO A JESÚS. Muerto por el pecado del mundo



MUERTO POR EL PECADO DEL MUNDO

Mas Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados, el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por su llaga fuimos nosotros curados. 

Isaías 53.5 

Por fin Jesús descansaba. El largo día de oprobio y tortura había terminado. Al llegar el sábado con los últimos rayos del sol poniente, el Hijo de Dios yacía en quietud en la tumba de José. Terminada su obra, con las manos cruzadas en paz, descansó durante las horas sagradas del sábado. 

Al principio, el Padre y el Hijo habían descansado el sábado después de su obra de creación. Cuando “fueron acabados lo cielos y la tierra, y todo su ornamento”. El Creador y todos los seres celestiales se regocijaron en la contemplación de la gloriosa escena. “Las estrellas todas del alba alababan, y se regocijaban todos los hijos de Dios”. Ahora Jesús descansaba de la obra de la redención; y aunque había pesar entre aquellos que le amaban en la tierra, había gozo en el cielo. La promesa de lo futuro era gloriosa a los ojos de los seres celestiales. Una creación restaurada, una raza redimida, que por haber vencido el pecado, nunca más podría caer, era lo que Dios y los ángeles veían como resultado el día en que Cristo descansó. Porque “su obra es perfecta;” y “todo lo que Dios hace, eso será perpetuo.” Cuando se produzca “la restauración de todas las cosas, de la cual habló Dios por boca de sus santos profetas, que ha habido desde la antigüedad,” el sábado de la creación, el día en que Cristo descansó en la tumba de José, será todavía un día de reposo y regocijo. El cielo y la tierra se unirán en alabanza mientras que “de sábado en sábado”, las naciones de los salvos adorarán con gozo al Dios y al Cordero.

En los acontecimientos finales del día de la crucifixión, se dieron nuevas pruebas del cumplimiento de la profecía y nuevos testimonios de la divinidad de Cristo. Cuando las tinieblas se alzaron de la cruz, y el Salvador hubo exhalado su clamor moribundo, inmediatamente se oyó otra vos que decía: “Verdaderamente Hijo de Dios era éste.” Estas palabras no fueron pronunciadas en un murmullo. Todos los ojos se volvieron para ver de dónde venían. ¿Quién había hablado? Era el centurión, el soldado romano. La divina paciencia del Salvador y su muerte repentina, con el clamor y su muerte repentina, con el clamor de victoria en los labios, habían impresionado a ese pagano.
Al acercarse la noche, una quietud sorprendente se asentó sobre el Calvario. La muchedumbre se dispersó, y muchos volvieron a Jerusalén cambiados en espíritu de lo que habían sido por la mañana. Muchos habían acudido a la crucifixión por curiosidad y no por odio hacia Cristo. Sin embargo, creían las acusaciones de los sacerdotes y le consideraban un malhechor. Bajo una excitación sobrenatural se habían unido con la muchedumbre en sus burlas contra él. Pero cuando la tierra fue envuelta en negrura y se sintieron acusados por su propia conciencia, se vieron culpables de un gran mal. Ninguna broma ni risa burlona se oyó en medio de aquella temible lobreguez; cuando se alzó regresaron a sus casas en solemne silencio. Estaban convencidos de que las acusaciones de los sacerdotes eran falsas, que Jesús no era un impostor; y algunas semanas más tarde, cuando Pedro predicó en el día de Pentecostés, se encontraban entre los miles que se convirtieron a Cristo. 

Pero los dirigentes judíos no fueron cambiados por los acontecimientos que habían presenciado. Su odio hacia Jesús no disminuyó. Su odio hacia Jesús no disminuyó. Las tinieblas que habían descendido sobre la tierra en ocasión de la crucifixión no eran más densas que las que rodeaban todavía el espíritu de los sacerdotes y príncipes. Habían llevado a cabo su propósito de dar muerte a Cristo; pero no tenían el sentimiento de victoria que habían esperado. Aun en la hora de su triunfo aparente, estaban acosados por las dudas en cuanto a lo que iba a suceder luego. Habían oído el clamor: “Consumado es.” “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” Habían visto partirse las rocas, habían sentido el poderoso terremoto, y estaban agitados e intranquilos.
Los sacerdotes y príncipes se asombraron al hallar que Cristo había muerto. La muerte de cruz era un proceso lento; era difícil determinar cuándo cesaba la vida. Era algo inaudito que un hombre muriese seis horas después de la crucifixión. Los sacerdotes querían estar seguros de la muerte de Jesús, y a sugestión suya un soldado dio un lanzado al costado del Salvador. De la herida así hecha, fluyeron dos copiosos y distintos raudales: uno de sangre y otro de agua. 

Pero no fue el lanzazo, no fue el padecimiento de la cruz, lo que causó la muerte de Jesús. Ese clamor “con grande voz,” en el momento de la muerte, el raudal de sangre y agua que fluyó de su costado, declaraban que MURIÓ POR QUEBRANTAMIENTO DEL CORAZÓN. Su corazón fue quebrantado por la angustia mental. FUE MUERTO POR EL PECADO DEL MUNDO. 

E.G.White, El Deseado de Todas las Gentes.

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