5. BUENAS NUEVAS. El Señor, nuestra justicia

BUENAS NUEVAS

El Señor, nuestra justicia


"Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas" (Mateo 6.33)

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La pregunta es, pues: ¿Cómo puede obtenerse la justicia requerida para que uno pueda entrar en esa ciudad? Responder a esta pregunta es la gran obra del evangelio. Detengámonos primeramente en una lección objetiva -o ilustración- sobre la justificación o impartimiento de la justicia (rectitud). El ejemplo nos puede ayudar a comprender mejor el concepto. Lo refiere Lucas 18.9-14 en etos términos: 

"Para algunos que se tenían por justos, y menospreciaban a los demás, les contó esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, el otro publicano. El fariseo oraba de pie consigo mismo, de esta manera: Dios, te doy gracias, que no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano. Ayuno dos veces por semana, y doy el diezmo de todo lo que gano. Pero el publicano quedando lejos, ni quería alzar los ojos al cielo, sino que golpeaba su pecho, diciendo: Dios, ten compasión de mí, que soy pecador. Os digo que éste descendió a su casa justificado, pero el otro no. Porque el que se enaltece será humillado; y el que se humilla, será enaltecido".

 Eso quedó escrito para mostrarnos cómo no debemos alcanzar la justicia, y cómo sí la debemos alcanzar. Los fariseos no se han extinguido; hay muchos en estos días que esperan obtener la justicia por sus propias buenas obras. Confían en sí mismos de que son justos. No siempre se jactan abiertamente de su bondad, pero muestran de otras maneras que están confiando en su propia justicia. Quizá el espíritu del fariseo –el espíritu que enumera a Dios sus propias buenas obras como razón del favor esperado– está tan extendido como cualquier otra cosa entre profesos cristianos que se sienten postrados en razón de sus pecados. Saben que han pecado y se sienten condenados. Se lamentan por su situación pecaminosa y deploran su debilidad. Sus testimonios nunca se elevan por encima de este nivel. A menudo se refrenan de hablar, por pura vergüenza, en las reuniones en grupos, y tampoco se atreven a acercarse a Dios en oración. Después de haber pecado en un grado más intenso de lo usual, se abstienen de orar por algún tiempo, hasta que haya pasado el sentido más acuciante de su fracaso, o hasta que se imaginan haberlo compensado mediante un comportamiento especialmente bueno. ¿Qué manifiesta lo anterior? –Ese espíritu farisaico dispuesto a hacer ostentación de su justicia ante Dios; esa mente que no acude a él a menos que pueda apoyarse en el falso puntal de su imaginada bondad personal. Quieren poder decirle al Señor: "¿Ves lo bueno que he sido en los últimos días? Espero que me aceptes ahora".

Pero ¿cuál es el resultado? –El hombre que confió en su propia justicia no tenía ninguna, mientras que el hombre que oró en contrición de corazón: "Dios, ten compasión de mí, que soy pecador", se fue a su casa como un hombre justo. Cristo dice que se fue justificado, es decir, hecho justo.

Es preciso observar que el publicano hizo algo más que lamentar su pecaminosidad: pidió misericordia. ¿Qué es la misericordia? –Es el favor inmerecido. Es la disposición a tratar a un hombre mejor de lo que se merece. La Palabra inspirada dice de Dios: "Como es más alto el cielo que la tierra, así engrandeció su inmensa misericordia por los que lo reverencian" (Sal. 103:11). Es decir, la medida con que Dios nos trata mejor de lo que merecemos cuando acudimos a él con humildad, es equivalente a la distancia entre la tierra y el más alto cielo. ¿Y cómo nos trata mejor de lo que merecemos? –Alejando nuestros pecados de nosotros; ya que el siguiente versículo dice: "Cuanto está lejos el oriente del occidente, alejó de nosotros nuestros pecados". Con esto concuerdan las palabras del discípulo amado: "Si confesamos nuestros pecados, Dios es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de todo mal" (1 Juan 1:9).

 Para más declaraciones sobre la misericordia de Dios y la forma en que se manifiesta, ver Miqueas 7:18 y 19: "¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retiene para siempre su enojo, porque se deleita en su invariable misericordia. Dios volverá a compadecerse de nosotros, sepultará nuestras iniquidades, y echará nuestros pecados en la profundidad de la mar".

E.J. Waggoner, Cristo y Su Justicia

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