7. CONOCIENDO A JESÚS. Un hijo obediente
CONOCIENDO A JESÚS
Un hijo obediente
Photo by Liana Mikah on Unsplash
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Hasta dónde debía llegar la humillación del Hijo de Dios, como para tener que vivir en el despreciado y perverso pueblo de Nazaret. El lugar más sagrado de la tierra se habría sentido grandemente honrado por la presencia del Redentor del mundo durante un solo año. Los palacios de los reyes habrían sido grandemente exaltados al recibir a Cristo como huésped. Pero el Redentor del mundo pasó por alto las cortes reales y estableció su hogar en una humilde aldea de la montaña, durante treinta años, confiriéndole así distinción a la despreciada Nazaret.
El Redentor del mundo subió y bajó los cerros y montañas andando desde la gran llanura hasta el valle entre las montañas. Gozaba con el hermoso escenario de la naturaleza. Se deleitaba con los campos relucientes de flores hermosas y unía su voz con ellas en alegres cantos de alabanza. Los bosques y las montañas eran sus lugares de recogimiento y oración, y frecuentemente pasaba noches enteras en comunión con su Padre...
A pesar de la misión sagrada de Cristo y de su relación exaltada con Dios—acerca de la cual tenía perfecta conciencia—, no dejaba de cumplir los deberes prácticos de la vida. Era el Creador del mundo, y sin embargo aceptó las obligaciones que tenía frente a sus padres terrenales, y ante el llamado del deber, de acuerdo con los deseos de sus padres, después de la Pascua regresó con ellos de Jerusalén y permaneció sometido a su dirección.
Se sometió a las restricciones de la autoridad paterna y aceptó los deberes de hijo, hermano, amigo y ciudadano. Con respeto y cortesía cumplió sus obligaciones con sus padres terrenales. El era la Majestad del cielo. Había sido el gran Comandante de los cielos. Los ángeles se complacían en cumplir su voluntad. Ahora era un siervo dispuesto, un hijo obediente y alegre. Ninguna influencia podía distraer a Jesús del servicio fiel que se esperaba de un hijo. Nunca trató de hacer nada espectacular que lo distinguiera de los demás jóvenes o que evidenciara su procedencia celestial. Durante todos los años que Cristo pasó entre ellos, ni siquiera sus amigos y parientes pudieron distinguir señal alguna de su divinidad. Cristo era tranquilo, abnegado, cortés, alegre, bondadoso y siempre obediente. Evitaba la ostentación, pero acerca de los principios era firme como una roca...
En la poca atención que se le concede a su vida infantil y juvenil hay un ejemplo tanto para los padres como los niños, en el sentido de que mientras más tranquilo es el período de la niñez y la juventud y mientras más natural y libre de excitación artificial sea, tanto más seguro será para los niños, y tanto más favorable para la formación de un carácter de pureza, de sencillez natural y de verdadera excelencia moral.
E.G. White, The Youth’s Instructor, febrero de 1873.
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