7. CONOCIENDO A JESÚS. El agua de vida
CONOCIENDO A JESÚS
El agua de vida
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Después de haber estado en el desierto, Cristo volvió al Jordán, donde Juan el Bautista estaba predicando. En ese tiempo algunos hombres, enviados por los gobernantes de Jerusalén, le preguntaron a Juan con qué autoridad enseñaba y bautizaba al pueblo. Querían saber si él era el Mesías, o Elías, o “el profeta”, refiriéndose a Moisés. A todo esto contestó: “No soy”. Juan 1:21. Entonces preguntaron: “¿Quién eres? Tenemos que dar respuesta a los quenos enviaron” “Dijo: Yo soy ‘la voz de uno que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor’, como dijo el profeta Isaías”. Juan 1:22, 23.
En los tiempos antiguos, cuando un rey debía viajar de una parte de su país a otra, se enviaba a ciertos hombres delante de su carroza a preparar los caminos. Tenían que cortar árboles, recoger las piedras, rellenar los baches, de manera que el camino estuviera preparado para el rey. Así que cuando Jesús, el Rey celestial, iba a venir, Juan el Bautista fue enviado para preparar el camino, es decir, anunciar a los hombres su venida y llamarlos al arrepentimiento.
Mientras Juan hablaba con los mensajeros que habían venido de Jerusalén, vio a Jesús a la orilla del río. Su rostro se iluminó, y extendiendo sus manos dijo: “Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis. Este es el que viene después de mí, quien es antes de mí, del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado”. Juan 1:26, 27.
La gente quedó muy conmovida. ¡El Mesías estaba entre ellos! Miraron ansiosos alrededor para encontrar a aquel del cual había hablado Juan, pero, al mezclarse con la multitud, Jesús se les perdió de vista.
Al día siguiente Juan volvió a ver a Jesús y señalando hacia él exclamó: “¡Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” Juan 1:29.
Habló a los presentes de la señal que se había visto en ocasión del bautismo de Cristo. “Y yo le he visto y testifico que este es el Hijo de Dios”. Juan 1:34. Con asombro y admiración los oyentes miraban a Jesús y se preguntaban: ¿Es éste el Cristo? Vieron que Jesús no llevaba ropas costosas ni aparentaba tener riquezas. Su vestimenta era sencilla, como la que usaba la gente pobre. Pero en su rostro pálido y cansado había algo que conmovió sus corazones. Notaron en él una expresión de dignidad y poder; la mirada de sus ojos y cada rasgo de su semblante hablaba de divina compasión y amor inefable.
Sin embargo, los mensajeros de Jerusalén no se sintieron atraídos al Salvador. Juan no les dijo lo que ellos deseaban oír. Esperaban que el Mesías viniera como un gran conquistador, y cuando vieron que esa no era la misión de Jesús, se fueron desilusionados.
Al siguiente día Juan vio de nuevo a Jesús, y otra vez exclamó: “¡Este es el Cordero de Dios!” Juan 1:36. Al oír esto, dos de los discípulos de Juan que estaban cerca siguieron a Jesús. Escucharon sus enseñanzas, y llegaron a ser discípulos suyos. Uno era Andrés y el otro Juan. Andrés puso a su propio hermano en contacto con Jesús: Simón, a quien Cristo llamó Pedro. Al día siguiente, cuando iban a Galilea, Cristo llamó a otro discípulo, Felipe, quien a su vez trajo a su amigo Natanael.
De esta manera la gran obra de Cristo en la tierra había comenzado. Uno por uno llamó a sus discípulos; uno trajo a su hermano, otro a su amigo. Esto es lo que todo seguidor de Cristo—joven o anciano—debe hacer: enseguida que conoce a Jesús, debe hablar a los demás acerca del precioso amigo que ha encontrado.
E. G. White, La Única Esperanza
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