UN CONFLICTO CÓSMICO REAL. Descubriendo más acerca de la caída de Lucifer. Se avecinaba la guerra

DESCUBRIENDO MÁS ACERCA DE LA CAÍDA DE LUCIFER.

Se avecinaba la guerra.


 En el cielo, antes de su rebelión, Lucifer era un ángel honrado y excelso, cuyo honor segía al del amado Hijo de Dios. Su semblante, así como el de los demás ángeles, era apacible y denotaba felicitdad. Su frente alta y espaciosa indicaba su podersa inteligencia. Su forma era perfecta; su porte noble y majestuosos. Una luz especial resplandecía sobre su rostro y brillaba a su alrededor con más fulgor y hermosura que en los demás ángeles. Sin embargo, Cristo, el amado Hijo de Dios, tenía preeminencia sobre todas las huestes angélicas. Era uno con el padre antes que los ángeles fueron creados. Lucifer tuvo envidia de él y gradualmente asumió la autoridad que le correspondía solo a Cristo.

El gran Creador convocó a las huestes celestiales para conferir honra especial a su Hijo en presencia de todos los ángeles. Este estaba sentado en el trono con el Padre, con la multitud celestial de santos ángeles reunidos a su alrededor. Entonces el Padre hizo saber que había ordenado que Cristo, su Hijo, fuera igual a él; de modo que doquiera estuciese su Hijo, estaría él mismo también.

Cristo debía obrar especialmente en unión con él en el proyecto de la creación de la tierra y de todo ser viviente que habría de existir en ella. Ejecutaría su voluntad. No haría nada por sí mismo. La voluntad del padre se cumpliría en él. 

Lucifer estaba envidiosos y tenía celos de Jesucristo. No obstante, cuano todos los ángeles se inclinaron ante él para reconocer su supremacía, gran autoridad y derecho de gobernar, se inclinó con ellos, pero su corazón estaba lleno de envidia y odio.  Pensó en cómo los ángeles había obedecido sus órdenes con placentera celeridad. ¿No eran sus vestiduras brillantes y hermosas? ¿Por qué había que honrar a Cristo más que a él. 

Salió de la presencia del Padre descontento y lleno de envidia contra Jesucristo. Congregó a las huestes angélicas, disimulando sus verdaderos propósitos y les presentó su tema, que era él mismo. Les declaro que él los había congregado para asegurarles que no soportaría más esa invasión de sus derechos y los de ellos: que nunca más se inclinaría ante Cristo; que tomaría para sí la honra que debiérase habérsele conferido, y sería el caudillo de todos los que estuvieran dispuestos a seguirlo y a obedecer su voz. 

Hubo discusión entre los ángeles. Lucifer y sus seguidores luchaban para reformar el gobierno de Dios. Estaban descontentos y se sentían infelices porque no podía indagar en su inescrutable sabiduría ni averiguar sus propósitos al exaltar a su Hijo y dotarlo de poder y mando ilimitados. Se rebelaron contra la autoridad del Hijo. 

Los ángeles leales trataron de reconciliar con la voluntad de su Creador a ese poderoso ángel rebelde. Le mostraron claramente que Cristo era el Hijo de Dios, que existía con él antes que los ángeles fueran creados, y que siempre había estado a la diestra del Padre, sin que su tierna y amorosa autoridad hubiese sido puesta en tela de juicio hasta ese momento; y que no había dado orden alguna que no fuera ejecutada con gozo por la hueste angélica. Argumentaron que el hecho de que Cristo recibiera honores especiales de parte del Padre en presencia de los ángeles no disminuía la honra que Lucifer había recibido hasta enotonces. Loa ángeles lloraron. Ansiosamente intentaron convecerlo de que renunciara a su propósito malvado para someterse a su Creador, pues todo había sido hasta entonces paz y armonía, y ¿qué era lo que podía incitar esa voz rebelde y disidente?

Lucifer no quiso escucharlos. Se apartó entonces de los ángeles leales acusándolos de servilismo. Estos se asombraron al ver que Lucifer tenía éxito en sus esfuerzos por inictar a la rebelión. Muchísimos expresaron su propósito de aceptarlo como su dirigente y comandante en jefe. 

Los ángeles leales le advirtieron cuáles serían las consecuencias si persistía, pues el que había creado a los ángeles tenía poder para despojarlos de toda autoridad y, de una manera señalada, castigar su audacia y terrible rebelión. ¡Pensar que un ángel se opuso a la ley de Dios que es tan sagrada como él mismo! Exhortaron a los rebeldes a que cerraran sus oídos a los razonamientos engañosos de Lucifer, y le aconsejaron a él y a cuantos habían caído bajo su influencia que volvieran a Dios y confesaran el error de haber permitido siquiera el pensamiento de objetar su autoridad.

Muchos de los simpatizantes de Lucifer se mostraron dispuestos a escuchar el consejo de los ángeles leales y arrepentirse. Lucifer les dijo que tanto él como elos habían ido demasiado lejos como para volver a trás, y que estaba dispuesto a afrontar las consecuencias, pues jamás se postraría para adorar servirlmente al Hijo de Dios; que el Señor no los perdonaría, y que tenían que reafirmar su libertad y conquistar por la fuerza el puesto y la autoridad que no se les había concedido voluntariamente. 

Los ángeles leales se apresuraron a llegar hasta el Hijo de Dios y le comunicaron lo que ocurría entre los ángeles. Encontraron al Pdre en consulta con su amado Hijo para determinar los medios por los cuales, por el bien de los ángeles leales, pondrían fin para siempre a la autoridad que había asumido Satanás. El gran Dios podría haber expulsado inmediatamente del cielo a este archiengañador, pero ese no era su propósito. Daría a los rebeldes una justa oportunidad para que midieran su fuerza con su propio Hijo y sus ángeles leales. En esa batalla cada ángel eligiría su propio bando y lo pondría de manifiesto entre todos. No hubiera sido conveniente que permaneciera en el cielo ninguno de los que habían unido con Satanás en su rebelión. Habían aprendido la lección de la genuina rebelión contra la inmutable ley de Dios, y eso es irremediable. Si Dios hubiera ejercido su poder para castigar a este jefe rebelde, los ángeles subversivos no se habrían puesto en evidencia; por eso Dios siguío otro camino, pues quería manifestar definidamente a toda la hueste celestial su justicia y su juicio.    

E.G. White, fragmento cap. 1 La historia de la redención. 

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